A través de
muchos años y generaciones, hemos recopilado una serie de dichos y proverbios
que identificamos como sabiduría popular.
A través de ellos buscamos ilustrar ciertas dinámicas de la vida y así
marcar las fronteras dentro de las cuales tomamos cada una de nuestras
decisiones. Para explicar la importancia
de elegir bien nuestras amistades decimos: “Dime con quién andas, y te diré quién
eres.” Para acentuar la importancia de cumplir
a tiempo con nuestras responsabilidades decimos: “Al que madruga, Dios le ayuda.” Para explicar la influencia de los padres en
la personalidad y capacidad de los hijos decimos: “De tal palo, tal astilla.” A estos dichos, y muchos más, los llamamos sabiduría popular.
Las Escrituras
aseguran contener también sabiduría, aunque tal vez no tan popular, pero que
sin embargo, nos pueden hacer sabios para la salvación (2 Timoteo 3:15). Evidentemente, no es sabiduría que el ser
humano ha desarrollado a través de la experiencia, fracasos y aciertos, sino
que es una sabiduría que es superior y más antigua que el ser humano. Haciendo hablar a la sabiduría, Salomón
escribe: “Jehová me poseía en el principio, ya de antiguo, antes de sus obras… Con
él estaba yo ordenándolo todo, y era su delicia de día en día, teniendo solaz
delante de él en todo tiempo” (Proverbios 8:22 y 30). Y mientras la sabiduría humana, debido a las
limitaciones físicas, mentales y espirituales propias del ser humano, es
relativa, como Pilato preguntó: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18:38), encontramos
que la sabiduría divina es presentada
como absoluta. En Isaías Dios mismo
dice: “Yo soy Jehová, y ninguno más hay; no hay Dios fuera de mí. Yo te ceñiré,
aunque tú no me conociste, para que se sepa desde el nacimiento del sol, y
hasta donde se pone, que no hay más que yo; yo Jehová, y ninguno más que yo”
(Isaías 45:5-6). Cuando las Escrituras
hablan de sabiduría, lo hacen en asociación directa con Dios, en quien se
encuentra la verdad, por lo que la adquisición de la sabiduría es la
asimilación de los principios del gobierno de Dios, la asimilación del carácter
de Dios (Hebreos 8:10-12).
En
Proverbios 8:4 y 31 encontramos: “Oh hombres, a vosotros clamo; dirijo mi voz a
los hijos de los hombres… Me regocijo en la parte habitable de su tierra; y mis
delicias son con los hijos de los hombres.”
La sabiduría es descrita como activamente
accesible a los seres humanos, y no como un bien exclusivo al alcance de algunos
pocos (Santiago 1:5). Es el
discernimiento entre lo bueno y lo malo, junto con la capacidad de ejecutarlo
(Proverbios 8:13), lo cual, asegura Salomón, tiene más valor y trascendencia
que la acumulación de bienes materiales (Proverbios 8:10). Es la sabiduría la herramienta primaria accesible
a la mano del hombre que no sólo permite su supervivencia, sino que además, le
proyecta para la vida eterna (Proverbios 8:33,35-36).
La única
limitante en la adquisición de la sabiduría que, aunque no tan popular, sí es
de salvación, es el mismo ser humano. No
importa si dice con amor o a gritos, meter la mano en la licuadora mientras
ésta está andando, nos cortará los dedos (disculpen el ejemplo tan
drástico). El cómo se dice no manipula
los hechos, sin embargo, somos tan delicados al consejo o reprensión que preferimos
no seguirlos e inclusive, buscamos como desacreditar a quien nos dio el
consejo. Salomón experimentó esto por lo
que dice: “Dejad las simplezas, y vivid, y andad por el camino de la
inteligencia. El que corrige al
escarnecedor, se acarrea afrenta; el que reprende al impío, se atrae mancha. No
reprendas al escarnecedor, para que no te aborrezca” (Proverbios 9:6-8). Sin embargo, el sabio es educable: “Corrige
al sabio, y te amará. Da al sabio, y será más sabio; Enseña al justo, y
aumentará su saber. El temor de Jehová es el principio de la sabiduría, Y el
conocimiento del Santísimo es la inteligencia” (Proverbios 9:8-10).
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