jueves, 23 de octubre de 2014

Ser y hacer

Confieso que me siento redundante al compartir las conclusiones personales extraídas del estudio de la Epístola de Santiago. Es tan claro y al punto que tratar de explicarlo es casi volverlo a decir tal y como está escrito. Y sin embargo, pone sobre la mesa conceptos que, aunque comprensibles, requieren de una transformación completa del ser para llevarlos a la práctica.

Los últimos seis versículos del primer capítulo de Santiago restablecen los motivos divinos del diseño y establecimiento de la religión como una maquinaria que permite la adecuación del ser humano para recibir y aceptar el regalo de la salvación. No muy distinto a lo que podríamos estar experimentando hoy, ya sea como individuos o como iglesia, Santiago advierte del autoengaño en el que podemos caer al pensar que la responsabilidad humana ante Dios es limitarse a asistir a un servicio de adoración para recibir instrucción a través de la Palabra (Santiago 1:22). Aparentemente el escuchar un buen sermón no es suficiente. Santiago amplía: “Porque si alguno es oidor de la palabra pero no hacedor de ella, éste es semejante al hombre que considera en un espejo su rostro natural. Porque él se considera a sí mismo, y se va, y luego olvida cómo era” (Santiago 1:23-24), presentando la idea de que la función de la instrucción es básicamente ser un evaluador que me capacita identificar y ubicar mi realidad solamente. Sí, Hebreos nos dice que “la palabra de Dios es viva y eficaz, y más cortante que toda espada de dos filos; y penetra hasta partir el alma y el espíritu, las coyunturas y los tuétanos, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón” (4:12), pero es en función de una evaluación que si no es seguida de una acción, pierde su efectividad, como la experiencia del joven rico lo demuestra (Mateo 19:16-22).

Santiago no está generando conceptos nuevos, simplemente está dándole seguimiento a las instrucciones encontradas en los escritos de los profetas y reafirmadas a través del ministerio de Jesucristo. En el Sermón del Monte, Jesús reestructuró y restableció los estándares divinos que definen el espíritu y la dinámica de su gobierno. La religión es rescatada del limitado accionar humano y se la eleva como un promotor que describe el espíritu del cielo, espíritu que hace posible nuestra salvación (Juan 3:16). Cuando nos sentíamos buenos (Lucas 6:33-34), Jesús nos lleva a amar a nuestros enemigos, a los que nos aborrecen, a los que nos maldicen y a los que nos calumnian (Lucas 6:27-28), y es en ese contexto que se nos comparte la regla de oro, que indica que así “como queréis que hagan los hombres con vosotros, así también haced vosotros con ellos” (Lucas 6:31). No es un llamado a la pasividad, a no meterme contigo y que tu no te metas conmigo, sino a entrometerme en tu vida como quisiera que tú te entrometieras en la mía. Y remata: “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso... perdonad, y seréis perdonados... con la misma medida con que medís, os volverán a medir” (Lucas 6:36-38).

La ley, los Diez Mandamientos, están escritos en los términos más básicos, limitándose a solamente evitar que nos hagamos daño los unos a los otros. Pero la ley, como cualquier ley, está sostenida por valores que en en el caso del gobierno de Dios son el amor a Dios con todo el corazón, y el amor al prójimo como a nosotros mismos (Mateo 22:37-39). Limitarnos a no matar, no robar o no adulterar no cumple con los objetivos de la ley de la libertad (Santiago 1:25), pues siempre será más fácil no matar a mi enemigo que amarlo como a mi mismo. La ley de la libertad, que Santiago identifica con los Diez Mandamientos, son el punto de partida que nos lleva primero a evitar un asesinato, para luego llevarnos a amar aquella persona que desearíamos muerta.

La religión, de acuerdo a la concepción divina, tiene su fuerza en el impacto práctico de beneficio a quienes nos rodean (Santiago 1:27). Aunque el ejercicio intelectual sea llamativo, y el debate sea tentador, Santiago rescata y encausa los objetivos divinos de la religión a una reforma personal a través del amor práctico y servicio genuino a los demás (Santiago 1:26-27). Como dice el pensamiento encontrado en El Camino a Cristo, página 80.2: “Los que así se consagran a un esfuerzo desinteresado por el bien ajeno están obrando ciertamente su propia salvación.”

No hay comentarios: