jueves, 21 de agosto de 2014

La iglesia

Hay serios argumentos filosóficos e históricos que cuestionan la validez y eficiencia de la religión organizada como agente designado por Dios para la proclamación del evangelio.  Pero a pesar de que en el pasado los seres humanos, que constituyen la “iglesia", ha desvirtuado el nombre de Dios y su mensaje de salvación, Dios sigue insistiendo a través de un remanente fundamentado en la roca, Jesucristo (Salmo 62:2; Mateo 16:18), para que lleve a cabo una obra que ha sido depositada única y exclusivamente en manos humanas.  En su oración registrada en el capítulo 17 de Juan, Jesús pide una atención especial por parte del Padre a la dinámica en la predicación del evangelio pidiendo no sólo por aquellos que él mismo había capacitado, sino también por aquellos que "han de creer en mi por la palabra de ellos" (juan 17:20,21).  La iglesia es, pues, la maquinaria organizada elegida por Dios para la inclusión de "todo aquel que en él cree" (Juan 3:16) al plan de salvación.

Siendo que estamos en medio de un conflicto cósmico entre el bien y el mal, un conflicto donde las realidades parecen disfrazarse como consecuencia de la intrusión del pecado y su efecto en nuestra capacidad de discernimiento, es necesario identificar los resultados naturales de nuestra alianza con Cristo.  Jesús aseguró que "el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí ustedes nada pueden hacer" (Juan 15:5).  Si observamos bien, esa constante permanencia de la que habla el texto citado debe ser mutua entre Cristo y el ser humano, "en mí, y yo en él", permanencia que salpica nuestras relaciones interpersonales y permite la unidad dentro de los parámetros divinos como argumento de la veracidad del evangelio que profesamos y predicamos, "para que el mundo crea que tú me enviaste."  En su plegaria, Jesús definió la fórmula "tú, oh Padre, en mí, y yo en ti... yo en ellos, y tú en mí" (Juan 17:21,23).

El definir nuestra alianza y someternos a la dinámica de la permanencia mutua con Jesucristo, inevitablemente genera cambios de santificación en el ser humano (Filipenses 1:6), cambios que mal asimilados nos pueden dar una versión distorsionada de nuestra función dentro del plan de salvación.  Por ello Jesús aclaró: "No juzguen, para que no sean juzgados" (Mateo 7:1).  Es a través del servicio al prójimo, y no del juicio, que sumamos al avance del reino de Dios, cumpliendo con nuestro compromiso de corrección primariamente con nosotros mismos (Mateo 7:2-5).  En éste aspecto Jesús orientó a sus discípulos diciéndoles que "si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti...", Jesús define el proceso: 1) Soluciónalo en privado, de no ser así, 2) Incluye a uno o dos testigos, si aún no se solucione, 3) Acude a la iglesia, y como último recurso, 4) Catalógalo como ajeno al reino de Dios (Mateo 18:15-18).

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