viernes, 8 de agosto de 2014

Crecer en Cristo

Génesis 1 y 2 nos muestra el plan original de Dios en la creación del ser humano.  A través de la breve descripción que hacen las Escrituras, podemos identificar el cuidado que Dios tuvo al crear al primer ser humano.  Después de sólo hablar para que todo lo que vemos fuese hecho, Dios planea la creación del hombre (Génesis 1:26), y físicamente se involucra en ella activamente formándolo "del polvo de la tierra" (Génesis 2:7).  Pero ese ser original se desvirtuó al probar la rebelión (Génesis 3:4-6), iniciándose de esta forma en una dinámica de degeneración.

El plan desarrollado para nuestra salvación incluye la reversión de esa dinámica de degeneración, reversión que llamamos en éste espacio como el "proceso de desrebelión".  Para que la activación de éste proceso se inicie, Jesús aseguró que es necesario nacer de nuevo (Juan 3:3), un consciente nuevo comienzo bajo la tutoría e influencia del Espíritu Santo (Juan 3:1-15), del "agua y del Espíritu".

En un limitado entendimiento de esta maquinaria de salvación, estudio al cual nos entregaremos por la eternidad, el nuevo nacimiento debe ser acompañado y seguido por una permanencia mutua entre Dios y el ser humano.  En Juan 15:4-10, Jesús aclara que "...el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer... Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros... permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor...", donde nuestra permanencia es la asimilación de la ley de Dios, y la permanencia de Dios en nosotros es la internalización de su palabra.  Esta permanencia mutua es facilitada a través de la inclusión de la oración como un acto de autoevaluación en subordinación al Espíritu Santo (1 Tesalonicenses 5:17; cf. Mateo 69-13), cuya práctica, incluyendo la mutua permanencia y el nuevo nacimiento, debe ejercerse diariamente (Lucas 3:23-24).

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