No hace
mucho tiempo atrás leí un libro titulado Zealot:
Life and Times of Jesús of Nazareth, donde su autor, Reza Aslan, trata de
generar los argumentos suficientes para identificar a Jesucristo con el
movimiento político nacionalista de los zelotes,
un movimiento caracterizado por su intransigencia y violencia. Haciendo referencia a muchos de los mismos
textos donde tú y yo encontramos consejos para vivir en armonía y motivación
para amar a nuestros enemigos (Mateo 5:44), el autor de éste libro encuentra a
un líder carismático con ideas radicales y estrategias de intimidación. Pero éste autor no es el único que tiene
ideas distorsionadas de la persona de Jesucristo. Otros lo consideran un ser místico, una leyenda,
un profeta, un buen hombre, un milagrero, e inclusive, el objeto involuntario
para saciar la vanidad y codicia de terceros.
Jesús mismo el hizo la pregunta a sus discípulos: “¿Quién dice la gente
que soy yo?” (Lucas 9:18). Tal como hoy,
la gente manejaba varias versiones y opiniones.
Jesús entonces reencauza su pregunta al plano personal: “¿Y vosotros,
quién decís que soy?” (Lucas 9:20). Independientemente de la opinión pública y/o
de terceros, en última instancia, en lo que respecta a mí, mi respuesta es la
que cuenta. Entonces, dice Jesús, “Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y
sígame” (Lucas 9:23), porque el reconocimiento individual de la persona de
Jesucristo, y las implicaciones para mi vida, debe se ir más allá de un simple
deseo. Para que tenga sentido el
reconocimiento de Jesús como “el Cristo de Dios” (Lucas 9:20) deberá implicar un
compromiso e intensión del confesor en todos los niveles de su existencia:
desde las intenciones hasta las acciones.
Jesús es descrito como el eslabón que une el
cielo con la tierra,
es el único, el unigénito (Juan 3:16), que mezcla
la divinidad con la humanidad desde su misma concepción. No hay duda de la preexistencia de Dios Hijo
(Juan 8:58; Colosenses 1:17; Apocalipsis 1:11-18; cf. Juan 17:24) a quien el
mismo Juan el Bautista reconoce como Jehová (Lucas 3:4; Isaías 40:3-5; cf. Juan
1:15; Mateo 3:3; Marcos 1:3). Sin
embargo, en algún momento del año 4to a.C., aquél que dijo “Sea la luz”
(Génesis 1:3), fue puesto en el vientre de una virgen, quien sin entender a
plenitud lo que sucedía, se puso a disposición del cielo (Lucas 1:31-35). Su concepción fue sobrenatural, divina: “El
Espíritu Santo vendrá sobre ti, y el poder del Altísimo te cubrirá con su
sombra,” pero su nacimiento, no fue diferente al tuyo o al mío (Lucas
2:6-7). Jesús es el cumplimiento de la
promesa de rescate: “Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de vosotros”
(Lucas 4:21). Juan el Bautista, acosado
por las ideas de irrelevancia plantadas por Satanás, es reconfortado: “Id,
haced saber a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan,
los leprosos son limpiados, los sordos oyen, los muertos son resucitados, y a
los pobres es anunciado el evangelio” (Lucas 7:22).
No cabe
duda que el título que Jesús más utilizó para describirse fue el de “Hijo del
hombre” (Lucas 22:67-70), no porque estuviese negando su preexistencia divina,
pues su ministerio y misión testifican diferente. El
título de “Hijo del hombre” no es cuestión de origen, sino un esfuerzo por
crear un vínculo de identificación con el ser humano que le permita acercarse
“confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar
gracia para el oportuno socorro” (Hebreos 4:16). La tarea no es fácil, no es sólo la idea de
enfrentar la muerte, sino hacerlo a espaldas de Dios (Mateo 27:46), mientras
Satanás vocifera a través de las burlas: “si eres el Hijo de Dios…” (Lucas
27:40). Pero la salvación del hombre es un
esfuerzo en conjunto fomentado por la Deidad y apoyado por el cielo. Así, Moisés y Elías se presentan como prueba
de que valdrá la pena el sacrificio (Lucas 9:28-36), de ahí que tú y yo
tengamos hoy esperanza.
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