Ya a
éste punto la desobediencia, vergüenza y miedo de Adán y Eva parecen hasta
inocentes. La promesa de ser “como Dios,
conocedores del bien y del mal” (Génesis 3:4), traído a la vida de nuestros
primeros padres dolor más allá del que hubiesen imaginado. Ya fuera del Edén (Génesis 3:23-24), Eva da a
luz lo que supone será el hijo de la promesa que heriría a la serpiente en la
cabeza (Génesis 3:15), por lo que, llena de esperanza, le pone por nombre Caín, pues ¿no sería éste quien como lanza golpearía a la
serpiente, el “Diablo y Satanás” (Apocalipsis 12:9)? Como si lo ya vivido fuese poco Adán y Eva se
enfrentaron a nuevos niveles de
degradación humana.
Génesis
4 narra la historia del primer asesinato.
Antes, el pecado se había manifestado en la forma de rebelión, vergüenza
y miedo, ahora el celo y envidia se añaden a la lista. Caín había traído su mejor ofrenda a Dios,
pero no había traído lo que Dios pedía, como si un profesor pide a sus alumnos
traer de tarea las tablas de multiplicar escritas en un cuaderno, y yo me
presento con una hermosa poesía. Por más
inspiradora que ésta sea, de nada sirve para los motivos de la clase, y
obviamente afectará mi calificación.
Dios trató de dialogar con Caín, “Si hicieras lo bueno, ¿no serías
enaltecido?; pero si no lo haces, el pecado está a la puerta, acechando”
(Génesis 4:7). Se dejó llevar por su
enojo e incluyó la violencia y la muerte a la lista de síntomas de pecado.
De
generaciones subsecuentes las Escrituras indican “que la maldad de los hombres
era mucha en la tierra, y que todo designio de los pensamientos de su corazón
solo era de continuo el mal” (Génesis 6:5), e insiste que “la tierra se
corrompió delante de Dios, y estaba la tierra llena de violencia” (Génesis
6:11). Dos veces se hace referencia a la
violencia de la tierra, como la evidencia más contundente de la bajeza del
hombre. Pareciera que todos los sentimientos ajenos a la cultura del cielo
desembocan en violencia; la rebelión, la vergüenza, el miedo, el celo, la
envidia, el enojo. No se requiere mucho
para enseñarle a un bebé o un niño pequeño a golpear a otro niño, y sin embargo
se requiere, para algunos, de casi una vida entera para aprender a contenernos,
pues aunque llega un punto en el que no agredimos físicamente, aún continuamos
haciéndolo verbal y emocionalmente.
Con
razón Dios se vio en la necesidad de acortar la vida del ser humano, primero impidiéndole
que tuviese acceso al árbol de la vida (Génesis 3:22), y luego acortando sus
años, de vivir siglos a, en ese entonces, ciento veinte años (Génesis 6:3; más
adelante la Escritura dice: “Los días de nuestra edad son setenta años. Si en
los más robustos son ochenta años,” Salmo 90:10). ¿Te imaginas cuál sería la condición de
nuestro mundo si personas como Nerón, Adolfo Hitler, Osama Bin Laden viviesen seiscientos
u ochocientos años, o que quienes han vivido bajo sistemas opresores tengan que
sufrirlos por tanto tiempo? Aún aquí se
puede percibir la misericordia de Dios.
A pesar
de nosotros mismo, Dios insiste en salvarnos.
Siguiendo el dolor del asesinato de Abel y la huida de Caín, Set y sus
descendientes toman la batuta de quienes deciden ser fieles a Dios. A pesar de la degradación moral del ser
humano, Dios escoge a Noé para ser el portador de su promesa. Después del diluvio, es Abrahán quien se
convierte en el depositario de los planes que Dios ha establecido para la
salvación del ser humano. En medio del caos que el ser humano produce
sobre sí mismo, Dios mantiene un rayo de luz que infunde esperanza. En la escena donde Dios le pide a Abrahán sacrificar
a su hijo, el de la promesa, Abrahán confiesa: “Dios proveerá el cordero para
el holocausto” (Génesis 22:8), lo cual así hizo al “dar su vida en rescate por todos” (Mateo
20:28). Sin merecerlo Dios, en una acción
unilateral, de iniciativa únicamente propia, “llevó él nuestras enfermedades y
sufrió nuestros dolores, […]
fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados, […] Jehová
cargó en él el pecado de todos nosotros” (Isaías 53:4-6).
Con
obvia resistencia, pues la historia así lo declara, Dios hace uso de personas
indignas, pero dispuestas, para mantener encendida la llama de la esperanza
para el hombre. A Jacob, después del
terrible engaño en contra de su padre y su hermano Esaú, y después de haberse
arrepentido Dios le confirma, “todas las familias de la tierra serán benditas
en ti y en tu simiente, pues yo estoy contigo, te guardaré dondequiera que
vayas” (Génesis 28:14-15). Claro, debió
enfrentar las consecuencias a sus acciones, pero aún allí, la misericordia de
Dios se hace presente. Misericordia que,
aunque a veces velada, como en el caso de José que fue vendido como esclavo por
sus hermanos, a su tiempo se revela y demuestra que, aunque por momentos
dudamos de Su presencia, Dios está al control.
José dijo: “no me enviasteis acá vosotros, sino Dios” (Génesis 45:8).
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