Cada
nueva generación debe superar la noción de que las cosas que valen la pena en
la vida requieren esfuerzo. Los consejos
de Salomón en el libro de proverbios y Eclesiastés indican que tres mil años
atrás tenían éste problema, sino, no habría tenido la necesidad de insistir: “El
perezoso desea y nada alcanza” (Proverbios 13:4). Podemos leer una biografía en unas cuantas
horas, e ignorar que los logros allí registrados tomaron toda una vida. Una película
presenta en un par de horas historias que requirieron años, esfuerzos, lágrimas,
y en muchas ocasiones, no ser reconocidos hasta después de fallecidos. Entendiendo que hay quienes han tenido que
superar más obstáculos que otros, pero como un común denominador, todos
debieron sobreponerse a adversidades y desánimos, que con frecuencia surgieron
de sus propias inseguridades.
El
período de los jueces, en la Biblia, habla de un listado de personajes que, de
acuerdo a la sabiduría convencional, no debieron de haber sobresalido en la
historia. Previo a sus hazañas, ¿quién
habría apostado por ellos? Como el caso de Débora, jueza y profetiza de
Israel que, simplemente por el hecho de ser mujer, en el contexto sociocultural
en que vivió, debió de haber quedado descalificada como tal. O el caso de Jael, esposa de Heber, que se
declaró en favor de Israel y, supongo, no le tembló la mano para terminar con
la vida de Sísara, jefe del ejército enemigo del pueblo de Dios (Jueces 4).
Dios
elige a un Gedeón, escondido y con escusas válida, diciendo ser “de la familia
más pobre que hay en Manasés, y en la casa de mi padre soy el más pequeño,”
para liberar a su pueblo de los madianitas (Jueces 6). De ser un quejoso, pues reclamó: “Señor mío,
si el Señor está con nosotros, ¿cómo es que nos ha sobrevenido todo este mal?
¿Dónde están las maravillas que nuestros padres nos contaron, cuando nos decían
que el Señor los había sacado de Egipto? ¡Pero ahora resulta que el Señor nos
ha desamparado, y que nos ha entregado en manos de los madianitas!,” a ser un
solucionador. Trabajó Dios a través del
egoísmo e inmadurez de Sansón: “¿Y acaso ya no hay mujeres entre las hijas de
tus parientes, ni en todo nuestro pueblo, para que vayas y tomes por mujer una
filistea, hija de incircuncisos?”, insistió su padre, como muchos aún hoy lo
hacen, a lo que Sansón contestó: “Pidan por mí a esa mujer [filistea], porque
es la que me gusta” (Jueces 14:3). Sí,
así es… En la versión del gran conflicto
entre el bien y el mal que se desarrolla en nuestro mundo, Dios hace uso de héroes improbables. Y es que, en el momento de ejercer su
llamado, y a pesar de sus defectos, avanzaron con fe y determinación. ¿Derrotar a un ejército numeroso con sólo
trecientos hombres armados con
cántaros antorchas y trompetas? ¡O hacer
uso de una quijada de asno para matar mil hombres!
¿Qué
podemos de ser de Rut? Antes de saber
cómo se desenlaza la historia, por supuesto.
Nacida y criada en un hogar pagano, proveniente de un pueblo enemigo y
tóxico a Israel, pero que ante la insistencia de su suegra cuya alma había sido
amargada por la vida (Rut 1:20), responde con palabras que aún hoy impactan a
quien las lee: “¡No me pidas que te deje y me aparte de ti! A dondequiera que tú vayas, iré yo; dondequiera
que tú vivas, viviré. Tu pueblo será mi
pueblo, y tu Dios será mi Dios. Donde tú
mueras, moriré yo, y allí quiero que me sepulten. Que el Señor me castigue, y más aún, si acaso
llego a dejarte sola. ¡Sólo la muerte
nos podrá separar!” (Rut 1:16-17). Sí,
en el momento de tomar decisiones tuvo el estómago
para reafirmar su alianza con Dios y con su pueblo. La historia termina en un final feliz, y de
mucha trascendencia, pero la palabra clave es final, pues previo a ese final tuvo que pasar varias incertidumbres enfrentadas sólo con la idea
de la promesa de Dios.
Concluimos
con un niño de tres años, llevado por su madre al templo para que allí
sirva. Su ahora tutor, no ha sabido
implementar la ética y el respeto a Dios en sus hijos. Claro, nos referimos a Samuel, el niño
profeta cuya vida impactaría a Israel.
Sin embargo, aún éste profeta tuvo que sufrir las consecuencias de la entrada
del pecado a nuestro mundo. Siendo el
profeta que fue, sus hijos “se dejaron llevar por la avaricia, dejándose
sobornar y pervirtiendo el derecho” (1 Samuel 8:3). ¡Qué dolor!
Sin embargo, es la realidad. La lealtad a Dios es un asunto de decisión
y acción personal. Estamos en medio
de un conflicto, donde nadie puede decidir por ti. Eres tú, soy yo que día a día debemos definir
a qué bando pertenecemos. Jesús dijo: “Si
alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y
sígame” (Lucas 9:23).
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