viernes, 22 de enero de 2016

Los jueces: héroes improbables

Cada nueva generación debe superar la noción de que las cosas que valen la pena en la vida requieren esfuerzo.  Los consejos de Salomón en el libro de proverbios y Eclesiastés indican que tres mil años atrás tenían éste problema, sino, no habría tenido la necesidad de insistir: “El perezoso desea y nada alcanza” (Proverbios 13:4).  Podemos leer una biografía en unas cuantas horas, e ignorar que los logros allí registrados tomaron toda una vida.  Una película presenta en un par de horas historias que requirieron años, esfuerzos, lágrimas, y en muchas ocasiones, no ser reconocidos hasta después de fallecidos.  Entendiendo que hay quienes han tenido que superar más obstáculos que otros, pero como un común denominador, todos debieron sobreponerse a adversidades y desánimos, que con frecuencia surgieron de sus propias inseguridades.

El período de los jueces, en la Biblia, habla de un listado de personajes que, de acuerdo a la sabiduría convencional, no debieron de haber sobresalido en la historia.  Previo a sus hazañas, ¿quién habría apostado por ellos?  Como el caso de Débora, jueza y profetiza de Israel que, simplemente por el hecho de ser mujer, en el contexto sociocultural en que vivió, debió de haber quedado descalificada como tal.  O el caso de Jael, esposa de Heber, que se declaró en favor de Israel y, supongo, no le tembló la mano para terminar con la vida de Sísara, jefe del ejército enemigo del pueblo de Dios (Jueces 4).

Dios elige a un Gedeón, escondido y con escusas válida, diciendo ser “de la familia más pobre que hay en Manasés, y en la casa de mi padre soy el más pequeño,” para liberar a su pueblo de los madianitas (Jueces 6).  De ser un quejoso, pues reclamó: “Señor mío, si el Señor está con nosotros, ¿cómo es que nos ha sobrevenido todo este mal? ¿Dónde están las maravillas que nuestros padres nos contaron, cuando nos decían que el Señor los había sacado de Egipto? ¡Pero ahora resulta que el Señor nos ha desamparado, y que nos ha entregado en manos de los madianitas!,” a ser un solucionador.  Trabajó Dios a través del egoísmo e inmadurez de Sansón: “¿Y acaso ya no hay mujeres entre las hijas de tus parientes, ni en todo nuestro pueblo, para que vayas y tomes por mujer una filistea, hija de incircuncisos?”, insistió su padre, como muchos aún hoy lo hacen, a lo que Sansón contestó: “Pidan por mí a esa mujer [filistea], porque es la que me gusta” (Jueces 14:3).  Sí, así es…  En la versión del gran conflicto entre el bien y el mal que se desarrolla en nuestro mundo, Dios hace uso de héroes improbables.  Y es que, en el momento de ejercer su llamado, y a pesar de sus defectos, avanzaron con fe y determinación.  ¿Derrotar a un ejército numeroso con sólo trecientos hombres armados con cántaros antorchas y trompetas?  ¡O hacer uso de una quijada de asno para matar mil hombres!

¿Qué podemos de ser de Rut?  Antes de saber cómo se desenlaza la historia, por supuesto.  Nacida y criada en un hogar pagano, proveniente de un pueblo enemigo y tóxico a Israel, pero que ante la insistencia de su suegra cuya alma había sido amargada por la vida (Rut 1:20), responde con palabras que aún hoy impactan a quien las lee: “¡No me pidas que te deje y me aparte de ti!  A dondequiera que tú vayas, iré yo; dondequiera que tú vivas, viviré.  Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios.  Donde tú mueras, moriré yo, y allí quiero que me sepulten.  Que el Señor me castigue, y más aún, si acaso llego a dejarte sola.  ¡Sólo la muerte nos podrá separar!” (Rut 1:16-17).  Sí, en el momento de tomar decisiones tuvo el estómago para reafirmar su alianza con Dios y con su pueblo.  La historia termina en un final feliz, y de mucha trascendencia, pero la palabra clave es final, pues previo a ese final tuvo que pasar varias incertidumbres enfrentadas sólo con la idea de la promesa de Dios.


Concluimos con un niño de tres años, llevado por su madre al templo para que allí sirva.  Su ahora tutor, no ha sabido implementar la ética y el respeto a Dios en sus hijos.  Claro, nos referimos a Samuel, el niño profeta cuya vida impactaría a Israel.  Sin embargo, aún éste profeta tuvo que sufrir las consecuencias de la entrada del pecado a nuestro mundo.  Siendo el profeta que fue, sus hijos “se dejaron llevar por la avaricia, dejándose sobornar y pervirtiendo el derecho” (1 Samuel 8:3).  ¡Qué dolor!  Sin embargo, es la realidad.  La lealtad a Dios es un asunto de decisión y acción personal.  Estamos en medio de un conflicto, donde nadie puede decidir por ti.  Eres tú, soy yo que día a día debemos definir a qué bando pertenecemos.  Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame” (Lucas 9:23).

No hay comentarios: