El
compromiso es más de lo que los discípulos pueden asimilar, y es que es siempre
difícil aceptar que no somos tan buenos como pensamos. “Si tu hermano pecare contra ti, repréndele;
y si se arrepintiere, perdónale. Y si
siete veces al día pecare contra ti, y siete veces al día volviere a ti, diciendo:
Me arrepiento; perdónale” (Lucas 17:3-4), acababa de decir Jesús. Por eso no sorprenden las palabras de los apóstoles
cuando en un acto de abandono
exclaman: “Auméntanos la fe” (Lucas 17:5).
Se dan cuenta que los requerimientos para conservar el título de
apóstoles (mensajeros) supera sus capacidades (Mateo 18:21-22). En la petición, sin embargo, encontramos una
lección, que aunque somos nosotros quienes ejercemos la fe, es, en su grado más
fundamental, un don de Dios. Por eso los
apóstoles establecen la dinámica correcta, descalificándose como los aumentadores de la fe, y poniendo en
Jesucristo tal responsabilidad.
Evidentemente,
seguir a Jesús no es algo que se de naturalmente a los seres humanos, y nos
obliga a preguntarnos ¿cuáles son sus requerimientos en términos prácticos?
En su
interacción con un fariseo que le invitó a comer (Lucas 11:37-54), Jesús condenó las formas que suelen tomar
el lugar de la esencia. Si
apropósito o por descuido, Jesús no hizo el ritual del lavado de las manos. La reacción negativa de los fariseos no es en
relación con la higiene, o falta de ésta, sino por la violación del protocolo
que indica una vida limpia y piadosa. Y
es que lo único que garantizaba ese ritual era simplemente eso, el ritual: “vosotros
los fariseos limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos
de rapacidad y de maldad” (Lucas 11:39).
Si te das cuenta, seguir las formas siempre será más fácil que asimilar
la esencia del carácter de Jesucristo.
Siempre será más fácil orar que seguir sin cuestionamientos las
instrucciones divinas, o dar los diezmos que hacer justicia y amar bajo los
términos divinos (Lucas 11:42). Como
sociedad estamos muy acostumbrados en invertir en nuestra apariencia, cuando
Jesús nos llama a ser.
La vida se
desarrolla dentro de dos fronteras: el temor y la búsqueda de seguridad (Lucas
12:4-21). Por un lado, reconozcámoslo o
no, nuestras acciones son influenciadas por nuestros temores, desde las cosas
más simples como el miedo a las alturas, hasta las más complejas, que atienden
nuestros cuestionamientos existenciales.
Jesús no nos pide dejar de temer, sabe que no nos es posible. Así que nos invita a reorientar nuestro temor
a aquel “que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el
infierno” (Lucas 12:5). ¡Claro que
nuestro temor a Dios nos ayudará modificar nuestros intereses y acciones! Y es que entendiendo que nada nos podrá
separar del amor de Dios (Romanos 8:39), nos lleva a desarrollar una relación
apropiada con Dios, de confianza y reverencia.
Por el otro lado, en relación a la otra frontera, constantemente estamos
buscando sentirnos seguros, financiera, emocional o socialmente. Jesús hace el llamado a invertir en Dios, ser
“rico para con Dios” (Lucas 12:21).
En ésta travesía,
en nuestra intención de hacer efectivo nuestro caminar con Dios, encontramos un
choque de culturas; la humana y natural, que busca la atención y parte del
egoísmo, y la divina, antinatural para nosotros, y que parte del servicio a los
demás. Mientras los discípulos discuten
para definir quién será el mayor, Jesús les afirma “yo soy entre vosotros como
el que sirve” (Lucas 22:27). Jesús nos
ofrece una nueva ciudadanía, pero es necesario asimilar su cultura que
distingue la sociedad y gobierno.
Contrariamente a lo que nosotros naturalmente desearíamos, la cultura divina nos lleva a, “con
humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo,” servirles
(Filipenses 2:3-8). Inclusive, el
llamado a estar preparados y velar (Lucas 12:40) es dado dentro del contexto del
servicio sincero a otros (Lucas 12:35-48).
Aunque
las expectativas de nuestro discipulado y apostolado son muy elevadas (Lucas 8:8y15),
más allá, inclusive, de nuestras capacidades, el seguir a Jesús es siempre
posible por la intervención divina, que hace de lo imposible, posible (Lucas
18:27), permitiéndonos ser seguidores que producen para el avance del reino de
Dios (Lucas 19:16-19).
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