¿Cuántas
veces no he sido cuestionado el día siguiente, ya sea por mi esposa o mis
hijos, por haber comido algo la noche anterior, al llegar tarde a casa, y que
no era para mí? Tal vez para una comida en la iglesia, o una fiesta en el
salón de mis hijos quienes, ahora, tendrán que llevar una caja incompleta de
galletas. En ocasiones en casa, e identificándome como una potencial
amenaza, se hacen aclaraciones audibles indicando para cuándo y para quién es
el postre, varias veces llegando al extremo de etiquetarlos con tinta roja: “no
tocar”. Así, quedo oficialmente informado para qué, para cuándo y para
quién está reservado el pastel.
Al leer
y estudiar las Escrituras, hacemos bien en averiguar y mantener en mente quién
escribió ese pasaje, cuándo lo escribió, por qué lo escribió y para quién lo
escribió. Ejercer ésta dinámica nos lleva a buscar la honestidad con las
intenciones de su autor, y nos ayuda a mejor acertar en las aplicaciones en el
contexto en que nos encontramos hoy. Bien dice el dicho: “un texto fuera
de contexto es un pretexto,” razón del surgimiento y propagación de tendencias,
enseñanzas y doctrinas que pretenden ser de origen bíblico, pero que son el
resultado de las predisposiciones del ser humano y que históricamente han
dañado el desarrollo no sólo social y científico, sino que han perjudicado
nuestra percepción y entendimiento del amor de Dios y su plan para salvarnos.
En el
caso de Pedro, él mismo nos evita el trabajo de investigar quién, y para quién
escribió sus cartas. Comenzando con las primeras palabras nos dice: “Pedro, apóstol de Jesucristo” (1
Pedro 1:1). Es Pedro quien escribe, reconociendo y anunciándonos con la
autorización con la que escribe, la cual ha sido investida por Jesucristo
mismo. Por algunas referencias que sugieren tiempo y lugar, se ha llegado
a la conclusión de que probablemente escribió desde Roma en la primera mitad de
la década de los sesentas del primer siglo de nuestra era. ¿Los
destinatarios?, cristianos en Turquía.
Al
describir a sus destinatarios, Pedro indica que son “elegidos” (1 Pedro 1:2),
ya predispuesto por Dios, y limpiados por el Espíritu Santo. Una
colaboración conjunta y ejecución coordinada por la deidad donde somos elegidos porque hemos
sido santificados, y santificados porque hemos sido elegidos. Dios
justificando sus acciones predeterminadas: “los elijo porque son santos, y los
santifico porque son elegidos.” ¿Para qué?: “para obedecer y ser rociados
con la sangre de Jesucristo,” concluyendo con un deseo de bienestar mental,
emocional, espiritual a través de la “gracia y paz”.
Una
lectura superficial, fuera del contexto bíblico, podría llevarnos a la
conclusión de que la Biblia, en este caso Pedro, enseña la predestinación, pues
claramente Pedro escribe: “elegidos según el previo conocimiento de Dios
Padre.” Sin embargo, al revisar el contexto de las cartas del apóstol y
el resto del contexto bíblico encontramos que Dios elige a todos para salvación
(1 Timoteo 2:4), aunque evidentemente tenemos la libertad y derecho de deselegirnos. Encontramos,
además, que Dios desea que todos se arrepientan y que ninguno se pierda (2
Pedro 3:9). Así, la opción de creer es para todos, como también la vida
eterna (Juan 3:16), pues el deseo de Dios no es la muerte del malo, sino su
restitución (Ezequiel 33:11).
No son
invenciones de Pedro, no es que ha tenido un momento de clarividencia y se le
ha ocurrido una gran idea de cómo filosofar la vida para tener un mejor
entendimiento de ella, especialmente cuando nos encontramos en situaciones
adversas. Para quienes nos toca vivir un mundo donde estamos en contante
exposición al dolor y la injusticia, Pedro nos recuerda que la fuente de donde ha extraído sus
propuestas es serio y sólido, pues quienes las escribieron inquirieron,
indagaron, escudriñando (1 Pedro 1:10-11). Así, las
realidades adversas de la vida en nuestro camino a la salvación son soportables
a medida que creamos la versión que las Escrituras tienen de nuestra identidad
y nuestro destino. Por eso, somos llamados a reaccionar y proceder con
sobriedad, elevándonos del común, teniendo una singular perspectiva,
interpretando la vida a través de los ojos de Dios (v13).
Ésta
perspectiva de la vida deberá tener un
efecto socio espiritual. La purificación de la mente se logra a
través de la obediencia a medida que vamos siendo educados en ésta fe, como
iniciativa humana, y la labor constante e intencionada del Espíritu Santo, como
aportación divina. Así, la purificación de la mente permite y promueve el
amor fraternal sincero. No podemos separar el amor a Dios del amor al
prójimo (1 Pedro 1:22).
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