Un viernes de tarde, del otoño de
1996, jugaba con mis compañeros de universidad un partido de fútbol. Por
lo que me cuentan, en ese partido de fútbol, que no recuerdo contra quién
jugábamos, me tocó jugar de delantero. Para serte sincero, de ese día, y
de ese insistente en particular, sólo tengo pocas y breves escenas, por lo que
la mayoría de lo que te voy a relatar es la recopilación de lo que otros me han
contado. Según me cuentan, un compañero hizo un centro al área y yo corrí
a tratar de cabecear. El portero del equipo contrario también fue por el
balón lo que provocó que ambos chocáramos. Por el choque, caí de espaldas
y evidentemente golpeé la cabeza con el suelo. Dicen mis compañeros que
me levanté del suelo, me sacudí, e hice por seguir jugando. Sin embargo,
de tanto en tanto, me acercaba a uno de mis primos, que también estaba en mi
equipo, para preguntarle datos básicos del juego, tales como: contra quién
estábamos jugando y si estábamos ganando. Cuenta mi primo que cada minuto
o dos me acercaba a él para hacerle la misma pregunta, hasta que después de
unas cuantas veces creyó mejor sacarme del juego y llevarme a casa, donde me
metí a bañar, y como había perdido la memoria a corto plazo, como en la
película de Buscando a Dory (Finding
Dory), me lavé la cabeza una y otra vez hasta que me acabé el shampoo.
Una vez bañando, me llevaron a mi cuarto para que descansara y fuese
atendido.
La razón por la que te relato esta
experiencia es por el impacto que, según me cuentan, causó en mi cuando comencé
a recuperar la memoria, de lo que sólo tengo breves destellos, como cuando mi
abuela entró al cuarto para ponerme alcohol en la frente, o cuando entraron a
mi cuarto algunos primos para visitarme. Me cuenta mi hermana que cuando
comencé a despertar, quienes estaban
en el cuarto comenzaron a hacerme preguntas, mi hermano para reírse, y los
demás, supongo, para ayudarme a recuperar la memoria. Entre risillas
comenzó a describir las diferentes reacciones cuando redescubrí quién era, mi
nombre, que me encontraba en el cuarto año de teología, que tenía una novia,
que estaba aprendiendo hebreo y que era el director del club de Guías Mayores
Na'ar Shalem. Ante cada descubrimiento hacía una exclamación de
incredulidad, jocosa para quienes estaban presentes, para luego quedarme por un
momento callado, como tratando de registrar la información, impresionado por
quien era.
Cuando leemos el segundo capítulo
de su primera carta, Pedro pareciera hacer mucho énfasis en que sus lectores
recuperen la memoria y recuerden que “son linaje escogido, real sacerdocio,
nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:9). La versión Dios Habla Hoy traduce el texto de la siguiente manera: “Pero ustedes
son una familia escogida, un sacerdocio al servicio del rey, una nación santa,
un pueblo adquirido por Dios.” Pedro
quiere que su audiencia, que por designación divina ahora también nos incluye a
nosotros, encuentre sentido a su
existencia que les lleve a entender cuál es su misión, pues ¿cómo saber el propósito
de nuestra vida cuando no sabemos quiénes somos?
Cuando leemos completo el versículo
previamente citado, encontramos que “ustedes son linaje escogido, real
sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anuncien los
hechos maravillosos de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable,”
de donde personalmente rescato dos palabras: “son” y “para”, un verbo y una
preposición. Evidentemente no son las
palabras ricas en significado y románticas en comparación con las demás que
están en el versículo, sin embargo, son las que le dan sentido. La primera nos introduce a nuestra identidad,
la segunda a nuestra razón de ser, pues para
hacer (“para”) debemos primero ser (“son”).
Sí, tenemos una misión, que
solamente identificamos y comprendemos cuando entendemos quiénes somos. Sin embargo, y de acuerdo a lo que extraigo
de la carta de Pedro, para verdaderamente
ser, debemos también dejar de ser.
Permíteme te explico. Este
capítulo comienza de la siguiente manera: “Por lo tanto, desechen toda clase de
maldad, todo engaño e hipocresía, envidias y toda clase de calumnia” (v1), y añade
más adelante: “Antes, ustedes no eran un pueblo; ¡pero ahora son el pueblo de
Dios!” (v10), y después: “les ruego que se aparten de los deseos pecaminosos
que batallan contra el alma. Mantengan
una buena conducta” (vv11-12), “muéstrense respetuosos de toda institución
humana… Respeten a todos” (vv13,17). Y
termina diciendo: “Porque ustedes eran como ovejas descarriadas, pero ahora se
han vuelto al Pastor que cuida de sus vidas” (v25). Una y otra vez Pedro insiste en redefinir
quienes somos contrastándolo con lo que éramos y con lo que no debemos ser.
Obviamente, hay una lucha interna,
pues no podemos negar nuestra naturaleza humana donde heredamos una constante
tendencia al egoísmo y a la rebelión.
Por eso, para alimentar nuestro nuevo ser, para fortalecer nuestra nueva
identidad, Pedro nos recomienda: “Busquen, como los niños recién nacidos, la
leche espiritual no adulterada, para que por medio de ella crezcan y sean
salvos” (v2), “Acérquense a él, a la piedra viva” (v4), pues Jesucristo “llevó
en su cuerpo nuestros pecados al madero, para que nosotros, muertos ya al pecado,
vivamos para la justicia. Por sus heridas fueron ustedes sanados.”
Así, y con la ayuda de la deidad
completa, para hacer, debemos primero ser.
Y para verdaderamente ser, debemos primero dejar de ser.
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