viernes, 14 de abril de 2017

Ser - 1 Pedro 2

Un viernes de tarde, del otoño de 1996, jugaba con mis compañeros de universidad un partido de fútbol.  Por lo que me cuentan, en ese partido de fútbol, que no recuerdo contra quién jugábamos, me tocó jugar de delantero.  Para serte sincero, de ese día, y de ese insistente en particular, sólo tengo pocas y breves escenas, por lo que la mayoría de lo que te voy a relatar es la recopilación de lo que otros me han contado.  Según me cuentan, un compañero hizo un centro al área y yo corrí a tratar de cabecear.  El portero del equipo contrario también fue por el balón lo que provocó que ambos chocáramos.  Por el choque, caí de espaldas y evidentemente golpeé la cabeza con el suelo.  Dicen mis compañeros que me levanté del suelo, me sacudí, e hice por seguir jugando.  Sin embargo, de tanto en tanto, me acercaba a uno de mis primos, que también estaba en mi equipo, para preguntarle datos básicos del juego, tales como: contra quién estábamos jugando y si estábamos ganando.  Cuenta mi primo que cada minuto o dos me acercaba a él para hacerle la misma pregunta, hasta que después de unas cuantas veces creyó mejor sacarme del juego y llevarme a casa, donde me metí a bañar, y como había perdido la memoria a corto plazo, como en la película de Buscando a Dory (Finding Dory), me lavé la cabeza una y otra vez hasta que me acabé el shampoo.  Una vez bañando, me llevaron a mi cuarto para que descansara y fuese atendido.

La razón por la que te relato esta experiencia es por el impacto que, según me cuentan, causó en mi cuando comencé a recuperar la memoria, de lo que sólo tengo breves destellos, como cuando mi abuela entró al cuarto para ponerme alcohol en la frente, o cuando entraron a mi cuarto algunos primos para visitarme.  Me cuenta mi hermana que cuando comencé a despertar, quienes estaban en el cuarto comenzaron a hacerme preguntas, mi hermano para reírse, y los demás, supongo, para ayudarme a recuperar la memoria.  Entre risillas comenzó a describir las diferentes reacciones cuando redescubrí quién era, mi nombre, que me encontraba en el cuarto año de teología, que tenía una novia, que estaba aprendiendo hebreo y que era el director del club de Guías Mayores Na'ar Shalem.  Ante cada descubrimiento hacía una exclamación de incredulidad, jocosa para quienes estaban presentes, para luego quedarme por un momento callado, como tratando de registrar la información, impresionado por quien era.

Cuando leemos el segundo capítulo de su primera carta, Pedro pareciera hacer mucho énfasis en que sus lectores recuperen la memoria y recuerden que “son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2:9).  La versión Dios Habla Hoy traduce el texto de la siguiente manera: “Pero ustedes son una familia escogida, un sacerdocio al servicio del rey, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios.”  Pedro quiere que su audiencia, que por designación divina ahora también nos incluye a nosotros, encuentre sentido a su existencia que les lleve a entender cuál es su misión, pues ¿cómo saber el propósito de nuestra vida cuando no sabemos quiénes somos?

Cuando leemos completo el versículo previamente citado, encontramos que “ustedes son linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anuncien los hechos maravillosos de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable,” de donde personalmente rescato dos palabras: “son” y “para”, un verbo y una preposición.  Evidentemente no son las palabras ricas en significado y románticas en comparación con las demás que están en el versículo, sin embargo, son las que le dan sentido.  La primera nos introduce a nuestra identidad, la segunda a nuestra razón de ser, pues para hacer (“para”) debemos primero ser (“son”).

Sí, tenemos una misión, que solamente identificamos y comprendemos cuando entendemos quiénes somos.  Sin embargo, y de acuerdo a lo que extraigo de la carta de Pedro, para verdaderamente ser, debemos también dejar de ser.  Permíteme te explico.  Este capítulo comienza de la siguiente manera: “Por lo tanto, desechen toda clase de maldad, todo engaño e hipocresía, envidias y toda clase de calumnia” (v1), y añade más adelante: “Antes, ustedes no eran un pueblo; ¡pero ahora son el pueblo de Dios!” (v10), y después: “les ruego que se aparten de los deseos pecaminosos que batallan contra el alma.  Mantengan una buena conducta” (vv11-12), “muéstrense respetuosos de toda institución humana… Respeten a todos” (vv13,17).  Y termina diciendo: “Porque ustedes eran como ovejas descarriadas, pero ahora se han vuelto al Pastor que cuida de sus vidas” (v25).  Una y otra vez Pedro insiste en redefinir quienes somos contrastándolo con lo que éramos y con lo que no debemos ser.

Obviamente, hay una lucha interna, pues no podemos negar nuestra naturaleza humana donde heredamos una constante tendencia al egoísmo y a la rebelión.  Por eso, para alimentar nuestro nuevo ser, para fortalecer nuestra nueva identidad, Pedro nos recomienda: “Busquen, como los niños recién nacidos, la leche espiritual no adulterada, para que por medio de ella crezcan y sean salvos” (v2), “Acérquense a él, a la piedra viva” (v4), pues Jesucristo “llevó en su cuerpo nuestros pecados al madero, para que nosotros, muertos ya al pecado, vivamos para la justicia. Por sus heridas fueron ustedes sanados.”

Así, y con la ayuda de la deidad completa, para hacer, debemos primero ser.  Y para verdaderamente ser, debemos primero dejar de ser.

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