Pablo mismo confesó: “Porque no hago el bien
que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago” (Romanos 7:19), y sin embargo “somos
hechura suya, creados en Cristo Jesús para buenas obras” (Efesios 2:10). ¡Qué tragedia! Pues el “que sabe hacer lo bueno, y no lo
hace, le es pecado” (Santiago 4:17). El
conflicto entre el bien y el mal, originado en el cielo por Satanás, entonces
Lucifer, en contra de Dios, no es una hipótesis, una teoría que busca navegar
en el mar de posibilidades para intentar explicar el comportamiento del ser
humano, sino que se trata de una realidad de la cual todos nosotros somos
testigos. La semilla de rebelión germinó
en Lucifer. Éste la implantó en nuestros
primeros padres, quienes, a su vez, la heredaron a todos nosotros.
En un mundo aparentemente ideal, el apóstol Pedro
nos indica que tenemos el privilegio y responsabilidad de anunciar “las
virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1
Pedro2:9), pero ¿cómo hacer algo que va en contra de nuestra naturaleza? El texto completo dice: “Mas vosotros sois
linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para
que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable.” Si te das cuenta, la primera
parte del texto indica lo que somos: “sois linaje escogido, real sacerdocio,
nación santa, pueblo adquirido por Dios”, y la segunda lo que como consecuencia
hacemos: anunciar “las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable.” El cumplimiento de nuestra misión, el implantarle propósito a nuestras
vidas depende de que entendamos quienes somos. Así como en cosas más comunes nuestra
identidad, origen y pertenencia, afecta nuestros gustos, elecciones y comportamiento,
nuestro entendimiento y aceptación de quienes somos permite elevar nuestra
existencia de la sobrevivencia a la trascendencia.
Pero para abrazar nuestra nueva identidad,
debemos abandonar nuestra antigua. Así
como un hombre soltero deja de serlo el día que se casa, así nosotros no
podemos presumir nuestra nueva identidad cuando aún no abandonamos la
antigua. El apóstol Juan indica que “El
que dice: Yo le conozco, y no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y
la verdad no está en él” (1 Juan 2:4), y más adelante ahonda: “Si alguno dice:
Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su
hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?” (1 Juan
4:20). Obviamente que no depende de
nuestras fuerzas solamente el abandono de una identidad inferior previa, de
serlo así los fariseos habrían tenido la razón, pero sí comienza con la consiente
aceptación de la versión divina en cuanto a mi persona que, aunque en otro
tiempo no éramos pueblo, “ahora sois pueblo de Dios” (1 Pedro 2:10). Por eso se nos insta a “no vivir el tiempo
que resta en la carne, conforme a las pasiones humanas, sino conforme a la
voluntad de Dios” (1 Pedro 4:2), que indefectiblemente debe afectar nuestra
relación y responsabilidad para con nuestro prójimo (1 Pedro 4:10).
Los argumentos para el cambio de identidad y la
proyección de nuestra vida de sobrevivencia a trascendencia se encuentran en “la
palabra profética más segura, a la cual hacéis bien en estar atentos como a una
antorcha que alumbra en lugar oscuro” (2 Pedro 1:19). Aunque Pedro fue un testigo presencial del
ministerio y sacrificio de Jesucristo, nos indica que, aunque tú y yo no
tuvimos ese privilegio, tenemos acceso a su testimonio, que no se sostiene de “fábulas
artificiosas,” sino de haber visto con sus “propios ojos su majestad” (2 Pedro
1:16). Entendiendo que las Escrituras no
son un fin en sí mismas, sí son la guía que nos permite entender nuestra
existencia, desde nuestro origen hasta nuestro rescate. Así, ejerciendo
una fe educada, llegamos a identificar y reconocer nuestra propia
experiencia con Dios (2 Pedro 1:20-21).
Por la naturaleza propia del mundo y la
sociedad en la que vivimos, que insisten en eliminar a Dios en la explicación
de su existencia, nos vemos frecuentemente luchando en contra de la
corriente. Pedro mismo describe éstas
incomodas situaciones cuando dice: “los últimos días vendrán burladores,
andando según sus propias pasiones y diciendo: ‘¿Dónde está la promesa de su
advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas
permanecen así como desde el principio de la creación’” (2 Pedro 3:3-4). Suenan a argumentos lógicos y con fuertes
evidencias a su favor. Pero
voluntariamente ignoran toda la evidencia, sólo se concentran en lo que se acomoda
a sus predisposiciones pues “ignoran voluntariamente que en el tiempo antiguo
fueron hechos por la palabra de Dios los cielos y también la tierra” (v5). Es decir, también nuestros argumentos tienen
lógica y descansan en evidencias, tal como David dijo: “Los cielos cuentan la
gloria de Dios, Y el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Salmo 19:1). Por eso, nos sometemos a la línea de tiempo
de Dios, pues inclusive el deseo de su venida puede estar manchado de egoísmo,
así, “el Señor no retarda su promesa, según algunos la tienen por tardanza,
sino que es paciente para con nosotros, no queriendo que ninguno perezca, sino
que todos procedan al arrepentimiento… Pero nosotros esperamos, según sus
promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia. Por eso, amados, estando en espera de estas
cosas, procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprochables,
en paz.” (2 Pedro 3:9,13-14).
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