Ya cien
años antes se había sentenciado las condiciones en las que viviría Daniel. El profeta Isaías había advertido a al rey
Ezequías que “vienen días en que será llevado a Babilonia todo lo que hay en tu
casa” (Isaías 39:6). A pesar del glamur
que se debiera experimentar al vivir en el palacio, las condiciones que
rodearon a Daniel no fueron del nada óptimas: era un cautivo, en tierra pagana,
presionado a adoptar las costumbres locales al punto que hasta su nuevo nombre,
Beltsasar, evocaba al dios de los babilonios.
Eso sin contar que su función, dentro de la cultura a la cual era
sometido, incluía ser mutilado para ser contado con los eunucos de la corte.
Si lo
pensamos bien, Daniel tenía suficientes motivos para dudar. ¿No era su Dios más poderoso que el de los
babilonios? ¿Cómo podría testificar de
un Dios cuyo pueblo había sido derrotado y tomado cautivo? ¿Cómo explicar que Jehová era más poderoso
que Marduk? Y sin embargo, su fidelidad y ética profesional fueron
claramente percibidas y públicamente reconocidas identificándolo como alguien
con un “espíritu superior” (Daniel 6:3).
Daniel tuvo la virtud de elevarse por sobre las condiciones que lo
rodeaban y, antes de ser definido y moldeado por ésta nueva dinámica de vida,
ser él, confiado en las enseñanzas de su religión, quien definiera el contexto
(Daniel 1:8-21).
Tal vez
a nuestro criterio, a Daniel se le presentó una oportunidad inmejorable para
elevar su estatus en el palacio y tener acceso a mejores oportunidades de
calidad de vida. Hasta ese momento, es
un novato que no siquiera aparece en el radar del rey. Bajo la presión de ser condenado a muerte
junto con todos los demás consejeros del rey, Daniel se presenta en la corte
con el sueño y su interpretación. El rey
pregunta: “¿Podrás tú hacerme conocer el sueño que vi, y su interpretación?” Si Daniel contesta con un simple “sí”,
fácilmente tú y yo lo habríamos justificado.
¿No es él quien trae tal información?
Y sin embargo, su respuesta es: “l misterio que el rey demanda, ni
sabios, ni astrólogos, ni magos ni adivinos lo pueden revelar al rey.” ¿En qué está pensando? Pero continúa: “Pero hay un Dios en los
cielos, el cual revela los misterios” (Daniel 2:26-28). Contrario a la lógica humana, el cumplimiento
de una misión, el éxito, el sentimiento de satisfacción personal no está atado
a la cantidad de reflectores, aplausos o reconocimientos públicos que podamos
obtener. Daniel mismo se descalificó para tal tarea, y es esa misma actitud,
característica de un espíritu superior, la que lo calificó para ser el
personaje de tanta influencia en Babilonia y Persia, y lo adecuó para ser
elegido por Dios como profeta.
Sería
injusto definir una fórmula estricta para el éxito. No me refiero a la ética, el esfuerzo y la
moral. Éstas son constantes. Pero me refiero al cómo. En seminarios y
ponencias somos expuestos a un sinfín de estrategias de cómo superarnos y
escuchamos y motivamos a través de las experiencias de otros. Aunque estos seminarios y ponencias tienen su
lugar, es necesario también entender que hay otras variables que deben ser
consideradas tales como lo es la personalidad.
Aunque Daniel fue abierto en su religión, y público en su adoración a Dios,
Ester fue más discreta y privada en éstas cuestiones. ¿Es uno mejor que el otro? Concluimos que no. 1 Corintios 12 tiene una bien estructurada
explicación de cómo cada quien cumple una función definida en el servicio a
Dios. Y así como sería injusto pedirle a
la mano que se comporte como un pié, es injusto cuando tratamos de uniformar a
todos bajo un solo “cómo”. El mensaje de
Daniel desemboca en el establecimiento
del reino eterno de Dios (Daniel 2:44 y 7:14), mismo reino del cual tú y yo
predicamos (Mateo 24:14-16) dentro de urgencia sugerida por el mensaje de los
tres ángeles en Apocalipsis 14. Esa es
una misión que todos compartimos.
Poro el cómo lo haremos, cada quien fue provisto con las herramientas y
personalidad para ser efectivo en su radio de influencia.
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