Son muy
pocos quienes pueden alardear de nunca haberse enfermado o haber tenido la
necesidad de ingerir alguna medicina o ir al hospital. Quienes no hemos tenido tal privilegio, entendemos
el proceso de recuperación. Tal vez a
grandes rasgos, primero reconocemos sentirnos mal para luego aceptar la
intervención de un médico o especialista en la salud, quien al diagnosticarnos,
receta una medicina o tratamiento. A
pesar de someternos al tratamiento, sus efectos no necesariamente se sienten
desde el principio, sino que poco a poco vemos pequeñas evidencias de mejoría
hasta llegar al momento de sentirnos definitivamente recuperados. Pues más
o menos así es como Jesucristo describió el reino de Dios, como, tal vez,
una medicina que ya evidencia estar haciendo efecto tratando los síntomas y raíz
de nuestra enfermedad, el pecado, pero que aún está a futuro nuestra
recuperación total y definitiva (Lucas 17:20-24).
Al hacer
referencia a éste reino, Jesucristo lo
describió como universal (Lucas 13:29), ajeno a las divisiones étnicas,
culturales, políticas y socioeconómicas a las cuales estamos acostumbrados. Debemos tener cuidado de no malentender esta universalidad, pues ante la pregunta “¿son
pocos los que se salvan?”, Jesús contestó: “Esforzaos a entrar por la puerta
angosta; porque os digo que muchos procurarán entrar, y no podrán” (Lucas
13:23-24). La universalidad es en
relación a que es accesible a todo el
que esté dispuesto a aceptar el “don gratuito de Dios” (Romanos 6:23, RVXXI), y
no a que todas las preferencias personales son aceptadas desconectadas de un
código que define lo correcto de los incorrecto.
La
instrucción de pedirlo (Lucas 11:2) nos permite asimilar la realidad y certeza del reino de Dios, y así concientizarnos
para desarrollar un estilo de vida de expectación, con la simpleza y
practicidad de un niño (Lucas 18:16-17), y con abandono (Lucas 9:59-62), estar dispuestos a asimilar su cultura
(Lucas 12:31-33). Es Dios quien lo
establece, “…tu reino…”, pero nosotros quien lo pedimos, y aprendemos a desearlo (Lucas 6:20; 12:32; 14:21; Hechos 14:22). Mientras Jesús explica los detalles que
apuntan a su segunda venida, y al establecimiento definitivo del reino de Dios,
nos advierte: “Mirad también por vosotros mismos…” (Lucas 21:34). A esta altura de nuestro estudio del libro de
Lucas, entendemos que no se refiere a una justificación para desarrollar una
vida espiritual aislada. Con frecuencia pasamos
éste tipo de declaraciones a través del filtro muy humano que tiende al egoísmo
y reclusión. Suponemos que velar (Lucas 21:36) se limita a la oración, estudio de las Escrituras, meditación,
vigilias y ayunos. Sin embargo, es
dentro de ese mismo discurso que Jesús advierte “que en cuanto lo hicisteis a
uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40). Al velar, debemos también cuidarnos de “glotonería y
embriaguez y de los afanes de esta vida” (Lucas 21:34). A través de la parábola del sembrador (Lucas
8:5-15), y la experiencia del joven rico, Jesús nos permite reflexionar en
aquellas tareas y responsabilidades que compiten y ahogan nuestra entrega y
compromiso con el reino de Dios.
Jesús
también previó el avance de su reino d.C., es decir, después de Cristo. El libro de Hechos, segundo tomo del recuento
de los orígenes del movimiento Cristiano, registra que las instrucciones
proceden de Dios, son facilitadas por el Espíritu Santo, y ejecutadas de
acuerdo a la distribución de responsabilidades que Dios encomendó a cada uno
(Hechos 1:2, cf. 1 Corintios 12). Dios
sigue al timón, es su reino, pero ha incluido a los humanos, con debilidades
marcadas y tendencias cuestionables (Santiago 5:17), para ejecutar su
avance. Es paciente con nosotros e
insiste en alinear nuestro enfoque a su voluntad y designios (Hechos 1:6-8), y
afirma que ya nos podemos sentir ciudadanos de su reino (Lucas 6:20).
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