Ya sea un
producto o una idea, es bastante obvia la cantidad de tiempo, dinero y energía
que las diferentes compañías invierten en la presentación y promoción de los
tales. Cada idea o producto es
presentado con tanto énfasis, que, si uno no tuviera con qué compararles,
estaría completamente convencido de que es el mejor. En un lapso de media hora viendo televisión,
uno encuentra que tres diferentes carros son el mejor. James A. C. Brown,
psiquiatra escoses que vivió durante la primera mitad del siglo pasado, explica
por qué: “La esencia de la propaganda es la presentación de un solo lado del
producto.” Por eso, en los comerciales,
todos los productos son el mejor, y
por eso todas las ideas que presentan los políticos en época de elecciones, son la mejor.
Me llama la
atención la reacción de la audiencia ante las ideas de Jesús. Las Escrituras dicen que la gente “se
admiraban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad” (Lucas
4:32). La palabra para autoridad
utilizada en el idioma original que se escribió el Nuevo Testamento es exousía, que también puede significar
derecho, libertad, habilidad, capacidad, competencia. La Biblia da testimonio de la calidad del
producto que Jesús vino a proponer, el contenido de su mensaje, sin embargo, lo
que a la gente impactó fue su autoridad. No como una estrategia de mercadotecnia y
propaganda, sino como el resultado natural de quién era él y la calidad del
contenido del mensaje que portaba.
Esa autoridad fue apreciada en diversos escenarios: para con la
naturaleza (Lucas 8:22-25) y los espíritus inmundos (Lucas 4:31-37), para sanar
diferentes enfermedades (Lucas 5:24-26), mostró su autoridad para perdonar
pecados (Lucas 7:49) y promete tener la autoridad para ser nuestro
representante (Lucas 12:8).
Mateo nos
cuenta que al final del Sermón del Monte, la gente también “se admiraba de su
doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los
escribas” (Mateo 7:28-29). Al revisar
éste sermón, inclusive en la versión abreviada de Lucas, encontramos que la autoridad
con la que Jesús enseñó también respondía a un mensaje que sacude los fundamentos de la supervivencia humana, y alinea
su lógica con la lógica divina. Lucas
describe a Jesucristo abriendo con una serie de dichos que en nada asemeja el raciocinio
del ser humano. Por un lado, son
bienaventurados los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, y los que
son aborrecidos y perseguidos, y por otro se emite un lamento por los ricos,
los saciados, los que ríen y los que gozan del favor de la gente. No es un llamado al sufrimiento, sino un
llamado a no descuidar nuestro reconocimiento de nuestra necesidad de intervención
divina. Jesús identifica las dinámicas
que nos llevan a confundir la satisfacción temporal con la
autosuficiencia. Es un llamado a pasar
de la supervivencia a la dependencia; de lo temporal por lo eterno (Lucas
6:20-26).
El resto
del sermón también alinea la sabiduría humana con la sabiduría divina, haciendo
un llamado a interactuar bajo los términos en los que Dios interactúa con
nosotros, llevándonos de una dinámica pasiva, a un involucramiento activo en la
vida de quienes nos rodean como
quisiéramos que ellos hiciesen con nosotros (Lucas 6:27-45), cerrando con
un llamado a la acción, pues evidentemente no es lo mismo saber que hacer
(Lucas 6:43-49).
En su labor
como maestro, Jesús no sólo aleccionó verbalmente, sino que además enseñó la
inclusión, por sobre la exclusión, a través de su interacción directa con
aquellos supuestamente marginados: ya sean de reputación cuestionable (Lucas
5:27-32), o aquellos de cuna no tan santa
como la nuestra (Lucas 7:1-10). Más
bien, evaluó al individuo en base a su fe (Lucas 7.9), su disponibilidad a aceptar
su invitación (Lucas 14:15-24), y su sensibilidad a la intervención divina
(Lucas 17:11-19).
Al traer a discusión
la historia del buen samaritano (Lucas 10:25-37), Jesús atiende la pregunta de
la raza humana, aunque no todos se atreven a externarla, “¿Qué debo hacer para
heredar la vida eterna?” Una pregunta
también hecha por el joven rico (Lucas 18:18), y por un carcelero en la ciudad
de Filipos (Hechos 16:30-31), tal vez representando las diferentes intenciones con
las que cada individuo puede hacer tal pregunta: por compromiso y falsa
sinceridad como el fariseo, en forma sincera pero sin el compromiso a llevar la
fe a la acción como el joven rico, y en forma sincera y con el deseo de
comprometer la vida entera con Jesucristo como el carcelero. Para cada una de estas preguntas registradas
por Lucas, la respuesta fue la misma, estar dispuestos a someterse al gobierno
de Dios. Al carcelero se le dijo que
creyera, pero ¿cómo se cree? Al joven
rico se le dijo que creer se expresa observando los lineamientos del gobierno
de Dios, pero haciendo énfasis en la abstención. Y al fariseo, llevando esa observancia de la
ley de la abstención, grado primario de su observancia, a la participación
activa en el amor a Dios y al prójimo.
¿Qué enseñó
Jesús? A través de sus discursos y
acciones “Cristo dio un ejemplo perfecto del ministerio abnegado que tiene su
origen en Dios. Dios no vive para sí. Al crear el mundo y al sostener todas las
cosas, está sirviendo constantemente a otros. El ‘hace que su sol salga sobre
malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos.’ Este ideal de ministerio fue confiado por Dios
a su Hijo. Jesús fue dado para que estuviese a la cabeza de la humanidad, a fin
de que por su ejemplo pudiese enseñar lo que significa servir. Toda su vida fue
regida por una ley de servicio. Sirvió y ministró a todos. Así vivió la ley de
Dios, y por su ejemplo nos mostró cómo debemos obedecerla nosotros.” {DTG
604.3}
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