viernes, 29 de mayo de 2015

Jesús, el gran maestro

Ya sea un producto o una idea, es bastante obvia la cantidad de tiempo, dinero y energía que las diferentes compañías invierten en la presentación y promoción de los tales.  Cada idea o producto es presentado con tanto énfasis, que, si uno no tuviera con qué compararles, estaría completamente convencido de que es el mejor.  En un lapso de media hora viendo televisión, uno encuentra que tres diferentes carros son el mejor.  James A. C. Brown, psiquiatra escoses que vivió durante la primera mitad del siglo pasado, explica por qué: “La esencia de la propaganda es la presentación de un solo lado del producto.”  Por eso, en los comerciales, todos los productos son el mejor, y por eso todas las ideas que presentan los políticos en época de elecciones, son la mejor.

Me llama la atención la reacción de la audiencia ante las ideas de Jesús.  Las Escrituras dicen que la gente “se admiraban de su doctrina, porque su palabra era con autoridad” (Lucas 4:32).  La palabra para autoridad utilizada en el idioma original que se escribió el Nuevo Testamento es exousía, que también puede significar derecho, libertad, habilidad, capacidad, competencia.  La Biblia da testimonio de la calidad del producto que Jesús vino a proponer, el contenido de su mensaje, sin embargo, lo que a la gente impactó fue su autoridad.  No como una estrategia de mercadotecnia y propaganda, sino como el resultado natural de quién era él y la calidad del contenido del mensaje que portaba.  Esa autoridad fue apreciada en diversos escenarios: para con la naturaleza (Lucas 8:22-25) y los espíritus inmundos (Lucas 4:31-37), para sanar diferentes enfermedades (Lucas 5:24-26), mostró su autoridad para perdonar pecados (Lucas 7:49) y promete tener la autoridad para ser nuestro representante (Lucas 12:8).

Mateo nos cuenta que al final del Sermón del Monte, la gente también “se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas” (Mateo 7:28-29).  Al revisar éste sermón, inclusive en la versión abreviada de Lucas, encontramos que la autoridad con la que Jesús enseñó también respondía a un mensaje que sacude los fundamentos de la supervivencia humana, y alinea su lógica con la lógica divina.  Lucas describe a Jesucristo abriendo con una serie de dichos que en nada asemeja el raciocinio del ser humano.  Por un lado, son bienaventurados los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, y los que son aborrecidos y perseguidos, y por otro se emite un lamento por los ricos, los saciados, los que ríen y los que gozan del favor de la gente.  No es un llamado al sufrimiento, sino un llamado a no descuidar nuestro reconocimiento de nuestra necesidad de intervención divina.  Jesús identifica las dinámicas que nos llevan a confundir la satisfacción temporal con la autosuficiencia.  Es un llamado a pasar de la supervivencia a la dependencia; de lo temporal por lo eterno (Lucas 6:20-26).

El resto del sermón también alinea la sabiduría humana con la sabiduría divina, haciendo un llamado a interactuar bajo los términos en los que Dios interactúa con nosotros, llevándonos de una dinámica pasiva, a un involucramiento activo en la vida de quienes nos rodean como quisiéramos que ellos hiciesen con nosotros (Lucas 6:27-45), cerrando con un llamado a la acción, pues evidentemente no es lo mismo saber que hacer (Lucas 6:43-49).

En su labor como maestro, Jesús no sólo aleccionó verbalmente, sino que además enseñó la inclusión, por sobre la exclusión, a través de su interacción directa con aquellos supuestamente marginados: ya sean de reputación cuestionable (Lucas 5:27-32), o aquellos de cuna no tan santa como la nuestra (Lucas 7:1-10).  Más bien, evaluó al individuo en base a su fe (Lucas 7.9), su disponibilidad a aceptar su invitación (Lucas 14:15-24), y su sensibilidad a la intervención divina (Lucas 17:11-19).

Al traer a discusión la historia del buen samaritano (Lucas 10:25-37), Jesús atiende la pregunta de la raza humana, aunque no todos se atreven a externarla, “¿Qué debo hacer para heredar la vida eterna?”  Una pregunta también hecha por el joven rico (Lucas 18:18), y por un carcelero en la ciudad de Filipos (Hechos 16:30-31), tal vez representando las diferentes intenciones con las que cada individuo puede hacer tal pregunta: por compromiso y falsa sinceridad como el fariseo, en forma sincera pero sin el compromiso a llevar la fe a la acción como el joven rico, y en forma sincera y con el deseo de comprometer la vida entera con Jesucristo como el carcelero.  Para cada una de estas preguntas registradas por Lucas, la respuesta fue la misma, estar dispuestos a someterse al gobierno de Dios.  Al carcelero se le dijo que creyera, pero ¿cómo se cree?  Al joven rico se le dijo que creer se expresa observando los lineamientos del gobierno de Dios, pero haciendo énfasis en la abstención.  Y al fariseo, llevando esa observancia de la ley de la abstención, grado primario de su observancia, a la participación activa en el amor a Dios y al prójimo.


¿Qué enseñó Jesús?  A través de sus discursos y acciones “Cristo dio un ejemplo perfecto del ministerio abnegado que tiene su origen en Dios. Dios no vive para sí. Al crear el mundo y al sostener todas las cosas, está sirviendo constantemente a otros. El ‘hace que su sol salga sobre malos y buenos, y llueve sobre justos e injustos.’  Este ideal de ministerio fue confiado por Dios a su Hijo. Jesús fue dado para que estuviese a la cabeza de la humanidad, a fin de que por su ejemplo pudiese enseñar lo que significa servir. Toda su vida fue regida por una ley de servicio. Sirvió y ministró a todos. Así vivió la ley de Dios, y por su ejemplo nos mostró cómo debemos obedecerla nosotros.” {DTG 604.3}

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