Contrario al supuesto popular, Jesucristo no fundó ni pretendió establecer una nueva religión. Por el contrario, Jesucristo vino a darle seguimiento al plan de salvación diseñado desde la fundación del mundo (Efesios 1:4), puesto en marcha en el Edén (Génesis 3:15). La existencia de las diferentes religiones responde, entonces, a la resistencia propia del ser humano a permitir a Dios dictar las fronteras y los pormenores de la religión, y someterse completamente sin interposición de prejuicios e ideas personales, a su voluntad (Juan 5:46), entendiendo a la religión como el mecanismo que permite al ser humano adecuarse a la intervención de Dios.
La Biblia indica que el pueblo Israelita fue elegido por Dios como los depositarios de los detalles del plan de salvación (Hechos 7). Para ello, Dios elaboró un sistema de recordatorio cíclico, a través de la religión, para que el pueblo se mantuviera consciente de la dirección divina y de la promesa de la erradicación completa del pecado (Lucas 2:41-43; Juan 2:13-23; Mateo 26:17-20; Hechos 2:1-4; Juan 10:22). Las diferentes fiestas y ceremonias que allí se celebraban, permitían al pueblo experimentar y revivir la dirección de Dios en el pasado, y de esta forma poderse proyectar al futuro con la esperanza de que Dios seguirá cumpliendo su promesa. Así como los países tienen días especiales para recordar ciertos eventos importantes que forman parte de su historia, los israelitas también los tuvieron, con la variante de que a través de sus fiestas en específico, Dios le anunciaba al mundo, tanto su involucramiento en la vida del ser humano, como su plan de salvación.
Como es de suponer, al Jesús ser el Verbo hecho carne (Juan 1:14), formó parte natural, orgánica, de las condiciones religiosas, culturales, sociales y políticas de su época. La Biblia da fe de la sujeción que Jesucristo demostró al ser un fiel judío en todo sentido, adherido a las leyes que él mismo formuló y comunicó a Moisés.
Hoy también estamos sujetos a leyes y a una religión. Grave es cuando confundimos un medio por un fin, cuando hacemos de la religión un fin y no un medio.
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